miércoles, 5 de diciembre de 2007

Historias para no dormir: Absolut Zombie

He rescatado un clásico procedente de "Los Niños de Colonia". Sobre el filo de la medianoche, permítanme pervertir un poco a nuestro querido idealismo alemán. La cabeza bien, gracias.

Dicen que han visto un zombie deambulando por las calles de Berlín. La mayoría de las descripciones coinciden en atribuirle cabellos lacios de un color gris oscuro, patillas decimonónicas y una mirada más que fría, glacial. Parece que arrastra una pesada bata parduzca y raída, con las solapas forradas con piel de visón. Su rostro es impenetrable, con un permanente gesto adusto, bolsas bajo sus ojos de hielo, y una sensación de decrepitud, de envejecimiento prematuro. Sus manos son fuertes, ásperas, y exhiben un callo en el dedo corazón derecho que evidencia una vida entera escribiendo sobre manuscritos ya amarilleados, surcados por los trazos rápidos y meticulosos de una vieja pluma negra. Es una figura con una presencia imponente, no muy alta pero bastante corpulenta. Como todo buen zombie, este avanza con paso mecánico, impersonal, aunque cabe preguntarse si, en vida, hubiera sido diferente este cadáver que hoy nos ocupa. El caso de este extraño muerto viviente con porte de añejo funcionario prusiano ha despertado un gran interés, de tal forma que el gobierno municipal ha emitido una ordenanza por la que se conmina a los buenos ciudadanos berlineses a alertar con rapidez a las autoridades en el caso de avistar el cuerpo errante. Yo personalmente me encuentro fascinado por este extravagante asunto, y pienso dar con el zombie antes que la policía. Un contacto dentro de la comisaría, echando por tierra la mejor tradición de incorruptibilidad germana, me va a pasar el chivatazo en cuento se sepa algo del paradero del no-muerto. Mis queridos lectores, les mantendré informados.

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Dios mío, oh Dios mío. Casi no puedo escribir. No puedo controlar el temblor de mi mano. Creo que se ha ido, sí, se ha ido. Todavía queda su olor, es inaguantable, es como aspirar un kilo de polvo en cada bocanada de aire. Lo encontré, estaba cubierto por la nieve, con la espalda apoyada en el muro de una pequeña iglesia luterana, cerca de Chausseestrasse. Por alguna razón no se resistió, lo cargué como pude, lo
traje aquí, a casa. Oh Dios, cómo puedo ser tan insensato. Ese tacto, esa sensación de humedad enclaustrada durante dos siglos... Ahí lo dejé, en el sofá. Estaba inanimado, frío y pálido, como el mismo día que respiró por última vez. Fui a lavarme las manos, me sentía sucio y asqueado. Una vez limpio, ya preparado, me dispuse mentalmente para examinar el extraño cuerpo. Pero nada podía haberme preparado para lo que sucedió entonces. Distraído, salí del baño, y me lo encontré. De frente, cara a cara, allí estaba él, de pie, hubiera sentido su aliento en mi piel si lo hubiera tenido. A un palmo de su rostro, me quedé inmóvil con la vista fija en esos ojos inhumanos, insondables, eternos. Me asomé al abismo de su gélida mirada. Y lo vi. Pude verlo, mi mente se precipitó por el vacío al que daban los ojos de aquel ser, y me encontré a mi mismo contemplando todo lo que ha sido, es, y será, como una espada atravesando los últimos restos de mi cordura. No sé si fue un segundo o un milenio, pero mi mente no lo aguantó. Nadie podría haberlo aguantado, pero me recorre un escalofrío cuando me doy cuenta de que al menos una persona en la Historia sí lo aguantó, y ahora paga las consecuencias. Nadie queda impune tras contemplar el Absoluto.



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